En las praderas de la frontera entre Uruguay y Brasil, entre caballos, vacas, ovejas y cosechadoras de arroz, transcurrió mi infancia. Pero por el trabajo de mis padres y para visitar a la familia periódicamente recorríamos los 420 kilómetros que llevan a Montevideo, la capital uruguaya. ¡A veces íbamos y volvíamos en el día! Mirándolo a la distancia, que me hayan acostumbrado a los largos trayectos en auto debe de haber contribuido a la formación de mi vocación viajera. Con mis dos hermanas aprendimos a entretenernos: jugábamos al “veo veo”, al “20 preguntas” o a la “guerra de canciones”, hasta que aprendí a leer y empecé a usar esos tiempos “muertos” para devorar libros. Mi viejo era (todavía es) fanático de los roadtrips por el país y así fui conociendo la zona de balnearios de aguas termales del norte uruguayo, la histórica ciudad de Colonia del Sacramento, las Sierras de Minas con su Salto del Penitente y Fuente del Puma (habitualmente eran allí los picnics de parada intermedia en el camino hasta la capital) y todas las playas que tenemos sobre el Océano Atlántico. [caption id="attachment_3843" align="aligncenter" width="675"]Colonia del Sacramento Colonia de Sacramento, una ciudad emblemática de Uruguay / Foto: Carina Fossati[/caption]
  Todavía no había cumplido los cuatro años cuando nos llevaron hasta la Triple Frontera (Paraguay-Argentina-Brasil) a conocer las Cataratas del Iguazú, ubicadas a unos 1.400 kilómetros de Montevideo. Nos alojamos en una reserva del lado argentino, y uno de los pocos recuerdos que atesoro –además hay una foto Polaroid que lo atestigua- es haber jugado con un grupo de personas de una comunidad indígena. Uruguay es un país de históricas oleadas de inmigración española e italiana, y si bien poseemos una leve herencia genética Charrúa y Chaná (según una investigación de 2010 sería el 4%), no tenemos pueblos o comunidades donde se hayan agrupado para preservar su cultura, identidad y tradiciones. Por eso, conocer el continente y visitar sus pueblos originarios me resultó vital para comprender la actualidad cultural, política y económica suramericana. Continué mi recorrido en la última década por la Quebrada de Humahuaca, una región del norte argentino bordeada por una cordillera que ofrece un abanico inabarcable de marrones, verdes, ocres, beiges, colorados y naranjas. No estoy exagerando, de hecho una de sus montañas se llama “de los siete colores”. Los paisajes, la flora y la fauna del altiplano me hipnotizaron: recién allí conocí platos autóctonos como el locro, la humita y el tamal, y aprendí a distinguir entre una alpaca, una vicuña y una llama. En ese viaje también conocí el lado peruano del Titicaca – el lago navegable más alto del mundo- con sus islotes flotantes habitados por comunidades de Uros, y otras islas que hablan lenguas cuya existencia desconocía, como el quechua y el aimara. Además, allí pude observar tradiciones que contradicen los estereotipos de género internacionales. En una de las islas, Amantaní, las mujeres son las encargadas de pastorear las ovejas, y en otra, Taquile, son los hombres quienes tejen. Quedé prendada con las “cholitas” (mujeres indígenas), que con su pequeña estatura son capaces de cargar en sus espaldas equipajes que superan su propio peso: ¡a veces son sus propios bebés los que llevan a cuestas en esas pesadas bolsas! [caption id="attachment_3848" align="aligncenter" width="675"]Perú Aprendí a distinguir entre una alpaca, una vicuña y una llama / Foto: Cari Fossati[/caption]
  Pude comprobar porqué la capital peruana, Lima, se destaca por su excelencia culinaria: varios de sus establecimientos gastronómicos encabezan el prestigioso ranking “Latin America’s 50 Best Restaurants”. Sin embargo, a la hora de elegir un destino pensando sólo con el paladar, mi voto se lo llevaría Colombia con sus arepas, patacones, bandeja paisa y la dulcemente refrescante agua de panela. Me siento culpable de elegir a ese país como mi favorito entre todos los del continente, como a la mamá de una prole numerosa que le preguntan cuál es su hijo preferido. Pero: ¿cómo no serlo si tiene todo? Es la tierra de Gabriel García Márquez, con playas paradisíacas, con una ciudad como Cartagena que parece el decorado de una película romántica, con montañas, selva y para coronar la experiencia, habitantes tan alegremente amables que te contagian su buena onda. Soy Licenciada en Comunicación, pero hasta el momento no había conocido un eslogan tan idóneo como el que representó este país hace un par de años: “el riesgo es que te quieras quedar”. [caption id="attachment_3845" align="aligncenter" width="675"]Cartagena de Indias a la hora de elegir un destino pensando sólo con el paladar, mi voto se lo llevaría Colombia / Foto: Cari Fossati[/caption]
  Otro destino de América del Sur que me fue muy familiar desde pequeña es Río de Janeiro. Recientemente tuve la oportunidad de reencontrarme con esta ciudad que a pesar de estar ubicada a orillas del Océano Atlántico parece inserta en el medio de la selva por el verde exuberante que predomina. Además de ofrecer una extensa rambla de playas perfectas, Río se destaca por su gastronomía (tiene restaurantes con estrellas Michelín), por su zona histórica de la época de la colonia, y por la incomparable vista que ofrecen sus cerros Corcovado y Pan de Azúcar, entre otras atracciones. Además, si uno quiere complementar la visita con el relax de un balneario más relajado, a pocas horas en auto encontrará a Buzios, Ilha Belha y Paraty. "¡Beleza!" (esta palabra es una muletilla frecuente entre los cariocas, esto es, los habitantes de Río de Janeiro). Tuve la suerte de recorrer gran parte del gigante brasileño en diferentes oportunidades, por ejemplo en 1998 en mi viaje de egresada del secundario a Florianópolis (una ciudad balnearia ubicada en el sur) y en 2014 el nordeste brasileño en el marco del Mundial de Fútbol, acompañando a “la Celeste” (como le decimos a la selección uruguaya) en los partidos que se disputaron en Natal y Fortaleza. Del norte brasileño, además de sus playas con temperaturas caribeñas, me sentí atrapada por el “forró”, una danza típica de estilo similar al de la salsa o la cumbia, que se baila muy de cerca con la pareja. Mi mejor descubrimiento dentro de esa zona fue Jeriocoacoara, un balneario a 300 kilómetros de Fortaleza semiescondido entre dunas, sin carteles ni carreteras que indiquen el camino. [caption id="attachment_3847" align="aligncenter" width="675"]Jericoacoara Jeriocoacoara en el norte de Brasil. ¡Absoluto relax! / Foto: Cari Fossati[/caption]
  Otro “gigante” para conocer en Suramérica y que los uruguayos tenemos como vecino es Argentina. En las épocas previas a internet y la globalización, ir a Buenos Aires significaba volver con cassettes de música que aún no estaba disponible en nuestro país, y algunas pilchas (ropa de marca) que aquí recién se estaban por empezar a poner de moda (históricamente la capital argentina fue famosa por las tendencias y buenos precios en materia de vestimenta). Ir a Buenos Aires también implicaba paseos a parques de diversiones. Era la década del ochenta y nos llevaban al “Italpark”, que ya no existe. Hoy en día para los más chicos está el Parque de la Costa, Temaikén (una reserva-jardín zoológico) o Mundo Marino en el partido de la costa. A los 15 años tuve la oportunidad de conocer otro sitio famoso de ese país: Bariloche. En Uruguay es costumbre ofrecerle a las cumpleañeras la posibilidad de elegir entre un viaje o fiesta de cumpleaños (¡las hacen tan despampanantes que parecen un casamiento!). Indubitablemente elegí el viaje y esa fue la primera vez que vi nieve. ¡Hasta esquié! Bariloche actualmente sigue manteniendo su perfil “fiestero”, con megadiscos de futuristas shows de luces laser, pero en las cercanías hay pueblos vecinos como San Martín de los Andes y Villa la Angostura, más acordes para quienes quieren disfrutar de la nieve en un entorno tranquilo, acompañados por su pareja o en familia. [caption id="attachment_3844" align="aligncenter" width="675"]Buenos Aires Iba a Buenos Aires en la época previa a Internet. Ahí conseguíamos música, pilchas y divertimento / Foto: Cari Fossati[/caption]
  Y si hablamos de gigantes otro destino suramericano que disfruté mucho, sobre todo porque adoro la nieve, es Chile. Tiene centros de esquí como Valle Nevado, La Parva y Colorado-Farellones, tan cercanos a la capital que uno puede alojarse en Santiago e ir por el día. Eso hice la última vez que fui y decidí tomar clases con un “niño” (el instructor tendría más de veinte años, pero en Chile a todos nos dicen niños y niñas sin importar nuestra edad) que me explicó “al tiro” (rápidamente) varios consejos para mejorar mi destreza. ¿Cachai? (¿entienden?). Mi primera vez en ese país había sido diez años antes y al cruzar la cordillera me estremecí ante la extensión de picos nevados cual merengue de torta de cumpleaños. En teoría se iba a tratar de un simple pasaje por el aeropuerto -era la escala de mi vuelo a Madrid- pero quiso el azar que no llegásemos a tiempo a la conexión, ganando así un día inesperado en Santiago que aprovechamos para exprimir mediante un city tour básico por los principales puntos turísticos: el Palacio de la Moneda, el Cerro Santa Lucía –donde nos recibieron con una representación teatral de las épocas de la colonia- y la sofisticada calle de tiendas Alonso de Córdoba, en el barrio Vitacura. Esa visita flash fue tan cautivante que volví a Chile varias veces. Recorriendo sus viñas y bodegas me terminé de enamorar del carmenere, probablemente su cepa más famosa. En la zona de la costa del Pacífico descubrí en una de las casas que vivió Pablo Neruda, que el Premio Nobel de Literatura no solo podía “escribir los versos más tristes esta noche”, sino también atesorar toneladas de objetos inimaginables. Y coleccionar amoríos, también, aunque ninguna como “La Chascona”, nombre con el que el romántico chileno bautizó a su última compañera, Matilde Urrutia. Aún tengo pendiente el norte chileno con su desierto de Atacama, viaje que supongo aprovecharía para cruzar a la vecina Bolivia y conocer los paisajes surreales del Salar de Uyuni. Tampoco he tenido todavía la fortuna de visitar el sur de ese país, famoso por su Parque Nacional Torres del Paine, esos de picos geométricos que parecen escenario de alguna parte de “El señor de los Anillos”. [caption id="attachment_3846" align="aligncenter" width="675"]Chile Adoro la nieve y cerquita de Santiago hay múltiples centros de esquí / Foto: Cari Fossati[/caption]
  Todavía tengo pendiente cruzar la cordillera para ponerme al día con los grandes del sur argentino: Ushuaia, Calafate y el glaciar Perito Moreno. Paradójicamente, a pesar de que desde la infancia mi familia me inculcó la curiosidad por recorrer nuestra región, como adulta recién internalicé la pasión por Latinoamérica luego de haber recorrido Europa, Estados Unidos e incluso haber vivido un año en Nueva Zelanda con el programa de Visas Working Holiday. ¿Será que como nos queda cerca, la mayoría de los latinos creemos que podemos dejarlo para más adelante porque pensamos que en el futuro siempre habrá tiempo? Sea por la razón que sea, los paisajes, climas, sabores y costumbres de cada rincón de América del Sur son tan diversos que la única forma de abarcarlos, es empezando cuanto antes.
Escrito por: Carina Fossati, periodista y autora del blog Hills To Heels